
Allí, en medio de la hamada argelina, cada día son más fuertes los gritos que reclaman el retorno a la guerra. Ese paso constituiría una inmolación estéril de centenares, tal vez miles de jóvenes, que de cualquier manera parecen estar condenados a sacrificar sus vidas y sus sueños.
A poco que rasquemos en nuestra historia reciente, descubrimos avergonzados cómo España cedió la administración de la última colonia africana desde la agonía de quimeras imperiales, pero que dejó inconcluso y empantanado el proceso de autodeterminación. No queremos que nuestro país participe en ningún tipo de guerra, y ante todo debemos evitar ser los causantes de cualquier masacre.
En abril, el diario El País dedicó su contraportada a Aminetu Haidar, que después de sufrir prisión y torturas sólo tiene palabras de conciliación. Ahí reside su verdadera fortaleza y una de las pocas luces de esperanza en este conflicto: el enfrentamiento pacífico y tenaz de la justicia y la razón contra la violencia y la arbitrariedad.
Pero el pueblo saharaui no puede convertirse en un parque temático para la solidaridad ni podemos arrinconarle en un callejón sin salida.
El Gobierno español debe asumir sus responsabilidades y favorecer una salida que no resulte insultante para los 250.000 refugiados que cada día nos ofrecen una lección de civilidad. Si nos cruzamos de brazos, ¿con qué cara miraremos a los ojos de los más de 10.000 hijos del desierto -niños y niñas alegres y vivarachos en un exilio sin esperanza- que pasarán este verano junto a nosotros?
Viladecans Pel Sàhara acoge este año a tres niños saharauis.
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