El último viaje,
historias de un funerario es un libro
que nunca pensé en escribir. La culpa, en cualquier caso, la tiene Vicenç Tugas
como instigador del delito. Quizás era mi destino, puesto que cuando llegamos a
Viladecans desde la Torrassa de l’Hospitalet me fui a vivir a poco más de cien
metros del cementerio. En nuestra casa hoy se levanta un Mac Donald, pero
cuando entonces me preguntaban donde vivía, mi respuesta siempre era la misma:
cerca del cementerio.
-¿No tienes miedo de los muertos?- me decían.
-No. Los muertos están muertos- respondía yo,
con la incontestable y limpia lógica de la infancia. En aquellos tiempos los
muertos iban al cementerio como los payeses al campo, a paso de caballo.
Recuerdo el sonido metálico de los cascos en el asfalto de la carretera cuando
se acercaba la carroza fúnebre, los penachos negros de las caballerías. A
menudo, una procesión la seguía a pie hasta el cementerio.
El tiempo, los años, habían hecho de este
libro una asignatura pendiente entre el Vicenç y yo. Tengo historias para hacer
un libro, me decía. Me insistía. Nos decidimos durante el covid, quizás porque
escribir sobre la muerte no dejaba de ser una manera ilusoria de intentar
eludirla, de esquivarla.
Uno de los peligros de un libro como este, era
que acabase siendo un conjunto de anécdotas sobre entierros y funerales dónde
alternase el chiste y la truculencia. He intentado, y no sé si conseguido, que
no sea así. Uno de los comentarios de quienes lo han leído es que se esperaban
algo más tétrico. No como una queja, sino como una virtud. Su lectura es más
amable que desabrida. Tiene la luz de las cosas de la vida que iluminan la
oscuridad de la vieja dama de la hoz sin martillo. Sus páginas aspiran a provocar
algún escalofrío y alguna que otra sonrisa, con historias tan reales como la
vida misma, de esa enfermedad hereditaria que es la muerte. Sazonados, siempre
que sea posible, con la ironía y el buen humor.
Está escrito en primera persona, Habla un
personaje que es una mezcla del Vicenç real y del Vicenç literario. Esa voz
respetuosa por vocación, como un mayordomo inglés, compasivo con el dolor ajeno
que se ha apoderado de todo el libro, ese personaje, ha dado unidad a cada
capítulo de libro, creo que ha evitado un salto entre el lado documental y el
lado que funciona como cortos relatos. En el fondo la muerte es muy sencilla.
El argumento, las sonrisas y lágrimas, corresponden a la vida, a la complejidad
del vivir. Nuestro final no deja de ser el simple clic de un interruptor que
nos apaga la luz.
El último viaje consta
de un prólogo, un introito, y más de una cincuentena de capítulos breves que no
dan tiempo a cansarse, por mucho que uno se lo proponga. Comienza con un
capítulo cuya afirmación es cierta, por muy increíble que parezca, “A los
catorce años resucité”, y termina con “Iguales ante la muerte”, que contiene la
última oración (aquí en cursiva) de una cita de Mario Benedetti que, no
obstante, reproduzco en su integridad, porque merece la pena: “En las exequias
y otros lutos, los muertos se mueren otra vez, pero de risa, sólo porque
comparan los huesos con los huesos, y con humor proclaman que son todos
iguales. Es el socialismo de los esqueletos”.
Para concluir confío que les guste la lectura
de este libro, que corra de boca en boca, y que hablen tan bien de sus autores
que nos toque decir al Vicenç Tugas y a mí aquellas palabras de Eduardo
Galeano:
“Hablaban tan bien de mí, que pensé que me había muerto”. Feliz
lectura.
José Luis Atienza
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