Es un domingo de mayo del setenta y ocho, con los niños de pantalón largo y las niñas con faldas y sandalias y los calcetines blancos de los días de fiesta. José Sánchez lleva la camisa entallada a rayas y el pelo negro que los años le encalarían de gris. Viene pisando fuerte, como salido de aquel verso de Gil de Biedma “Como todos los jóvenes yo vine a llevarme la vida por delante”. Sus piernas inician el gesto inconfundible de su paso. Caminaba deprisa, deprisa. Intentar seguirle en las noches de campaña electoral obligaba a la carrerilla, aunque él llevase la escalera y tú solo los carteles en la mano. Deprisa, deprisa, avanzó el cáncer que se nos lo ha llevado. A traición, sin hacer ruido, casi sin dar tiempo a decirle adiós.
Él está mirando al fotógrafo. Sería muy de Sánchez que le esté diciendo, ¿Tú crees que estas son horas de llegar? Tenía una sonrisa fácil que igual le servía para reír que para reñir. No era un chico fácil. Exigía mucho a los demás, no más de lo que se exigía a sí mismo, pero tampoco menos.
Aquel día era la celebración popular de una hazaña. El barrio de Sales había decidido dar un golpe en la mesa y emprenderla a golpes con una valla de tocho que encerraba un solar, que era un vertedero. Era el único pedazo de tierra donde había sitio para un solitario islote de plaza, de zona verde, en aquel barrio a su vez encerrado por la riera y la carretera. Para abrir esa muralla, como en un poema de Nicolás Guillén, surgieron todas las manos, las manos de peón de la construcción, de trabajadora de casa, de oficinista, de obrero de la Seat, de estudiante, las manos de pulidor de José Sánchez. Sus manos, su cerebro, su empuje y su maceta. Y su tozudez, a veces una bendición, a veces una condena.
De nacer en Almería a echar raíces en el barrio de Sales, pasando por San Cosme, del Prat, ese ejemplo urbano de lucha y victoria colectiva. Era un obrero culto, de esa cultura comunista y democrática, autodidacta y proletaria, trabajada golpe a golpe y párrafo a párrafo, que se aprende en las clases nocturnas de la vida, la rebeldía y la mesita de noche. Le gustaba San Ramón -de él fue la idea de la replantada popular que se repite cada año-, y el descansillo de la meseta de algarrobos y torres de alta tensión, que como un foso ha defendido la montaña de la depredación urbana. Y el campo del Mazón, que para él era como un santuario feliz.
Tenía madera de líder, pero también de lobo solitario que camina más rápido que los demás. Incluso para morirse nos ha adelantado. Ya vive en la foto, con la sonrisa siempre puesta. Viene hacia nosotros, a darnos la bronca o un caramelo. Aquella primavera de esperanza sobre todo fue culpa suya.
Text: José Luís Atienza
Foto: Jaume Muns
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