Una foto en blanco y negro del Torrente Ballester reaviva los recuerdos y a mí me sale escribir en castellano. Son cuarenta años que se agolpan en la memoria al ver ese paisaje sin colores, como dicen que son los sueños, donde la tierra es blanca, la hierba es gris y el hormigón invisible, girando dentro de las hormigoneras. Y los recuerdos se van más allá de los años setenta, a nuestras fotografías de bata de rayas, sonrisa de circunstancias, un libro gordo en las manos y el mapa de España a nuestra espalda.
Algunos pertenecemos a la civilización de los descampados, esos espacios sin campos, sin calles, sin pisos, sin nada. Cañas y barro. Cañas en las rieras y en la memoria verde de los torrentes, tierra que era barro cuando llovía y nos llevábamos la calle a casa en la suela enfangada de los zapatos.
Los descampados eran el lugar donde los niños y los viejos con gorra y cayado salían a tomar el aire, terrenos agostados que antes habían sido campos de algarrobos o de almendros. Tierras de secano, campos que se descampaban, que no eran campos ni eran nada cuando perdían los árboles y se quedaban en paro. Eran el paraíso de las piedras. Las piedras eran como los videojuegos de la niñez pobre en que los niños iban con pantalones cortos, costras en las rodillas y remiendos en el culo. Con cuatro piedras y una pelota el descampado se convertía en campo de fútbol. Cada piedra era como un poste imaginario, y las piedras pequeñas como tú del poema de León Felipe, se erizaban en el suelo y herían las piernas desnudas con arañazos y costurones.
Una piedra en punta servía para dibujar en el suelo un cuadrado y una cruz y un aspa y jugar al tres en raya. O hacer en la tierra un círculo en vez de un cuadrado y jugar al rollo, con bolas que eran como una metáfora del mundo. Las bolas pequeñas de barro, numerosas pero con poca renta per cápita cambiaban de manos a favor de los propietarios de enormes bolas de acero, las trucas, escasas como la lista Forbes de millonarios.
En los descampados todo servía para el juego, porque todo se reciclaba, todo se reinventaba con la descarada imaginación de la niñez con hambre en los zapatos y mocos colgando, las cajas de cerillas, los billetes de tren, talones de goma de los zapatos para jugar a los cartones. Las piedras servían para hacer la guerra e imitar a los mayores tirando piedras a la cabeza, jugando a descalabrar al contrario como David a Goliat. Todas las piedras nos acertaban en el cogote cuando asumíamos nuestro papel de perdedores y emprendíamos la huida. A los niños de la postguerra civil se nos conoce por las arrugas en la cara y las blancas cicatrices en el cogote, tatuaje sin tinta de los descampados.
Text: José Luís Atienza
Foto: Jaume Muns
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