Me instalé en Madrid hace algo más de 14 años. A los pocos meses, el 11-M de la Estación de Atocha. Fue terrible. Y gracias a Carmen, que trabaja de enfermera en el ’12 de octubre’ desde hace más de 40 años, y que aquel día, y los siguientes, tuvo que multiplicarse para atender a personas heridas… y a personas psicológicamente destrozadas, conocimos un poco más de cerca la magnitud de la tragedia. En uno de los centros habilitados para facilitar la donación de sangre, cerca de Pirámides, oí este comentario: “Sí, claro que quiero dar sangre, pero sé que dentro de tres días no podré votar en las elecciones, porque soy marroquí”.
Trece años más tarde, la masacre en las Ramblas de mi Barcelona natal. Mes de agosto, en uno de los puntos y época de mayor densidad turística. Como antes en Londres, Berlín, Niza o París. La crueldad, la barbarie, la acción de unos fanáticos que invocan, con crueldad y con una mentira criminal, una de las tres grandes religiones monoteístas del Mediterráneo. La islamóloga Dolors Bramon insiste: “Terrorismo e Islam son dos palabras que no pueden ir unidas. No tienen derecho a invocar el ‘gihad’, porque lo que hacen es simplemente barbarie terrorista: Gihad es una defensa legítima, no destrozar con bombas a inocentes”.
Las imágenes televisivas remueven recuerdos de infancia, porque, sí, la Rambla es la imagen más emblemática de ‘mi’ ciudad natal. Vivíamos en Vallcarca, en la parte alta de la ciudad, cerca ya del Tibidabo y del Park Güell. La actual línea 3 de metro tenía un recorrido mucho más limitado: De Lesseps a Correos y/o a Liceo. Bajábamos andando hasta Lesseps y solíamos llegar hasta Liceo, lo que nos permitía llegar hasta Colón, las Atarazanas, el puerto, las ‘golondrinas’ (barcas que recorrían la zona portuaria)…
La Rambla (o Las Ramblas) nos parecía el centro de la ciudad y el punto de partida hacia el corazón de Barcelona: desde la Rambla y desde la Puerta del Angel llegábamos al Barrio Gótico, a la Catedral, a Santa María del Mar, a la ‘plaça Sant Jaume’, en donde estaba el Ayuntamiento y, entonces, la Diputación. Y la Rambla era también la frontera para una parte de la ciudad, para niños como nosotros, de la ciudad prohibida: el Raval, el barrio chino…
Bajábamos por la Rambla, desde la calle Pelayo o desde la plaza de Cataluña. A mano derecha, la fuente de Canaletas (en donde los fans del Barça podían celebrar entonces los éxitos deportivos de su equipo). A mano izquierda, la calle Canuda, con la sede del Ateneo Barcelonés, al que tuve que ir años y años al menos tres veces por semana porque era miembro de la junta de la entidad, por su biblioteca y porque allí tenía su sede la AELC (Associació d’Escriptors en Llengua Catalana), de la que fui secretario.
A derecha y a izquierda, la coctelería de Can Boadas, el teatro Poliorama y el cine Capitol, concentración de edificios históricos reconvertidos en sede social de múltiples entidades culturales. La Iglesia de Belén, la calle Portaferrissa, y las del Carmen (que nos acercaba a la Biblioteca de Cataluña) o la del Hospital (que nos llevaba al teatro Romea o a la Escola Massana). Durante muchos años, en la Rambla los estudios de Radio España, en donde el gran Luis Arribas Castro dirigía el programa “La ciudad es un millón de cosas”, con referencias a cuanto se podía decir (y un poco más) sobre la vida de la ciudad. Hasta llegar al Mercat de la Boqueria, muy cerca de donde chocó la furgoneta dirigida por un asesino y junto a la escultura plana de Miró.
La Rambla inspiró a escritores como Jean Genet, Víctor Mora, Paco González Ledesma, Josep M. de Sagarra, Manuel Vázquez Montalbán… y ¡muchos más! Y en el centro peatonal de la Rambla, las tiendas de flores, con sus floristas, que tanto inspiraron a Federico García Lorca, quien, en su discurso previo a la representación, por la compañía de Margarida Xirgu, de ‘Doña Rosita, la soltera’, dijo: “La rosa mudable, encerrada en la melancolía del Carmen granadino, ha querido agitarse en su rama al borde del estanque para que la vean las flores de la calle más alegre del mundo. La calle donde viven juntas a la vez las cuatro estaciones del año, la única calle de la tierra que yo desearía no se acabara nunca, rica en sonidos, abundante en brisas, hermosa de encuentros, antigua de sangre: la Rambla de Barcelona”.
Si hemos estado denunciando los efectos negativos de la masificación, y de la falta de políticas municipales que evitaran el deterioro de la ciudad, que históricamente ha sido cosmopolita, abierta, liberal, rebelde, masacrada en 1938 por la aviación de los que luchaban al lado de los rebeldes antirepublicanos de Franco, creo que ahora tenemos que trabajar unidos para luchar contra la islamofobia y contra la desmovilización política en contra de las desigualdades sociales, de la pobreza, de la marginación: o sea, de la guerra. En 2003, el presidente Bush habló de esta ciudad, mía y de tantos, para justificar la invasión a Irak: “La política de seguridad de los Estados Unidos no puede depender de si sale mucha o poca gente a la calle en Barcelona”.
¡Ah! Y mi gratitud al trabajo de los Mossos d’Esquadra, de los trabajadores de la salud, de los voluntarios, del apoyo de las fuerzas políticas, etc.
Ignasi Riera (Madrid)
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