En la modesta tumba de Antonio Machado de Cotlliure siempre hay una bandera de tres colores: morado, amarillo y rojo, la de la II república española. Las repúblicas sin Estado son como personajes en busca de autor, que aletean como un sueño en los corazones de los perdedores de las guerras, esas que nunca tienen final feliz. Hay banderas que ondean en el recuerdo como la promesa incumplida de libertad, igualdad y fraternidad y que arrastran por los libros de historia el luto de un millón de hijos muertos y desaparecidos.
Caín y Abel deberían sustituir a los leones de las Cortes porque aquí la muerte entre hermanos siempre ha tenido la guadaña fácil. Nos hemos librado de dos guerras mundiales pero no nos ha servido de nada. Aquellas muertes ahorradas las hemos dilapidado matándonos entre nosotros en una inútil guerra civil. Ochenta años después ante la tumba de Machado siguen los rezos laicos o creyentes al “Cristo de los gitanos, siempre con sangre en las manos, siempre por desenclavar”. Aunque esté muerta la voz, quedan vivas las palabras que el tiempo no es capaz de hacer callar. El poeta se ha convertido, a pesar suyo, en el símbolo civil de la fraternidad, aquella a la que a la menor oportunidad seguimos clavando al madero, o a la que atizamos con la quijada del primer burro que pase por aquí.
La tumba es un gris paisaje de la tristeza del exilio donde las flores intentan sin éxito hacer de la piedra tierra de jardín. Él cruzó la frontera como quien cruza el camino a la otra vida. Junto a su madre, con pasos de viejo, los dos enfermos y cogidos de la mano de Carles Riba y Clementina Arderiu. La primera noche en el exilio la pasó sentado en una silla del café de la estación de Cerbère. Llovía. Al lado, su madre, chorreando el cabello de sus noventa años, le preguntaba una y otra vez ¿Hemos llegado ya a Sevilla?
Llegaron a Cotlliure, probablemente con la neumonía a cuestas, a la humilde pensión Bougnol Quintana de Pauline Quintana, oriunda de Barcelona. Nadie sabía quien era él, a excepción de un joven ferroviario, que llevaba la contabilidad de la pensión, que reconoció al poeta cuya poesía copiaba en las clases nocturnas de español. Sin otro dinero que para pasar aquel frío febrero, Machado no necesitó mas. Nunca volvería a ver marzo ni Sevilla. Su ataúd lo llevaron a hombros ocho soldados españoles de la República vestidos de uniforme, con permiso de su confinamiento francés en un castillo vecino. El nicho fue el de la familia de Pauline Quintana, quien cuidó de él hasta el traslado a la tumba actual.
Antonio Machado, sin ser ministro ni presidente, ni soldado raso ni general, encarnaba como nadie el espíritu republicano. Un republicanismo moral. Una forma de ser. Una forma de vivir y de mirar el mundo y la vida, de ser ciudadano de una idea y de una república que no tuvo tiempo de existir del todo. La asesinaron.
Machado pareció intuir en 1938 su propia muerte en sus poemas sobre la guerra. “Azotan el limonar/las ráfagas de febrero/no duermo para no soñar… El cristal del balcón repiquetea. —¡Oh, fría, fría, fría, fría, fría!. “ Sin embargo, en el bolsillo del gabán encontraron, antes de enterrarlo, un verso escrito en un papel arrugado “Estos días azules y este sol de la infancia”.
Tenía razón Rilke: “La verdadera patria del hombre es la infancia”.
Text: José Luís Atienza
Foto: Jaume Muns
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