diumenge, 15 de desembre del 2019

Canto a la madre de familia. Ángela Figuera Aymerich (1932-1984) - El indulto. Emilia Pardo Bazán (1851-1921)

 Canto a la madre de familia. Ángela Figuera Aymerich (1932-1984)

Una mujer de su casa la pobre, 

Tan gris por todos lados, 

Tan oveja por dentro

Aunque suela gritar con los chiquillos.

Canto a sus manos suaves de lejía

Los lunes y los martes, 

Los miércoles y jueves picadas por la aguja,

Quemadas cada viernes por la plancha, 

Ungidas por el ajo y la cebolla. 

(El sábado es un día extraordinario:

Limpieza de cocina, compra doble,

Y hacia las seis, barniz sobre las uñas

Para salir a un cine baratito

Del brazo de su esposo).

Canto a la madre de familia 

A las ocho de la mañana 

Distribuyendo cautamente

La leche azul del desayuno 

En los tazones de asa rota.

(Para Juanito que tanto crece

Hay que poner la mejor parte).

Canto a la madre de familia

Que era tan linda hace quince años,

Que ahora se ríe (un poco triste)

Con los consejos de belleza.

(Dedique usted todos los días 

Un cuarto de hora a su cabello).

Canto a la madre de familia 

Que suma y suma equivocándose, 

Cincuenta y siete y llevo cinco…

Porque se han ido veinte duros 

Y sin pagar al carbonero.

Canto a la madre de familia 

Que al acostarse por la noche

Nunca termina su rosario.

(Lolita sigue tan flacucha, 

Juanito tuvo malas notas, 

El nene va lo que se dice 

Con el culito al aire).

Canto a la madre de familia

Cuando se duerme tan cansada

Que un ángel blanco y bondadoso

Baja en secreto y la conforta. 


El indulto. Emilia Pardo Bazán (1851-1921)

“Nadie había olvidado tampoco la lúgubre tarde en que la vieja fue asesinada, encontrándose hecha astillas la tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y brincos de oro; nadie, tampoco el horror que infundió en el público la nueva de que el ladrón y asesino no era otro que el marido de Antonia (yerno)……

¡Veinte años de cadena! En veinte años –pensaba ella para sus adentros–, él se puede morir o me puedo morir yo, y de aquí allá, falta mucho todavía”

Así que Antonia supo que había recaído indulto en su esposo, no pronunció palabra, y la vieron las vecinas sentada en el umbral de la puerta, con las manos cruzadas, la cabeza caída sobre el pecho, mientras el niño, alzando su cara triste de criatura enfermiza, gimoteaba…

Cuando Antonia volvió de la consulta (del abogado), más pálida que de costumbre, de cada tenducho y de cada cuarto bajo salían mujeres a pelo a preguntarle noticias, y se oían exclamaciones de horror. ¡La Ley, en vez de protegerla, obligaba a la hija de la víctima a vivir bajo el mismo techo, maritalmente, con el asesino!

Era él (…) –¡Mal contabas conmigo ahora!– murmuró con acento ronco, pero tranquilo; y al sonido de aquella voz, donde Antonia creía oír vibrar aún las maldiciones y las amenazas de muerte, la pobre mujer, como desencantada, despertó, exhaló un “¡ay!” agudísimo, y cogiendo a su hijo en brazos, echó a correr hacia la puerta. El hombre se interpuso –¡Eh, chst! ¿Adónde vamos, patrona? –silabeó con su ironía de presidiario–. ¿A alborotar el barrio a estas horas?

–Voy a acostar el pequeño– contestó ella sin saber lo que decía; y refugiose en la habitación contigua, llevando a su hijo en brazos. De seguro que el asesino no entraría allí. ¿Cómo había de tener valor para tanto? Era la habitación en que había cometido el crimen, el cuarto de su madre. (…) Creyéndose en salvo, empezaba a desnudar al niño, que ahora se atrevía a sollozar más fuerte, apoyado en su seno; pero se abrió la puerta y entró el presidiario…

Incorporose el marido, y extendiendo las manos, mostró querer saltar de la cama al suelo. Mas ya Antonia, con la docilidad fatalista de la esclava, empezaba a desnudarse. Sus dedos apresurados rompían las cintas, arrancaban violentamente los corchetes, desgarraban las enaguas. En un rincón del cuarto se oían los ahogados sollozos del niño.

Y el niño fue quien, gritando desesperadamente, llamó al amanecer a las vecinas, que encontraron a Antonia en la cama, extendida, como muerta. El médico vino aprisa, y declaró que vivía, y la sangró, y no logró sacarle gota de sangre. Falleció a las veinticuatro horas, de muerte natural, pues no tenía lesión alguna. El niño aseguraba que el hombre que había pasado allí la noche la llamó muchas veces al levantarse, y viendo que no respondía, echó a correr como un loco.