Se nos ha ido el padre Celestino. Ha muerto un hombre, se ha marchitado un paisaje. Nos hemos quedado sin Celestino Bravo, tanto los descreídos como los creyentes. Nos hemos quedado sin el cura del poblado, que sonaba a cura de campo, a cura de aldea, con sotana negra y polvo en los zapatos. Empezamos a llamarle el cura del hospital cuando el hospital de Viladecans tenía nombre de santo asado en la parrilla. Allí practicaba la ley de la hospitalidad, ayudar a los enfermos con el cuerpo y el alma, además de con la señal de la cruz. Él convertía ser cura en substantivo de curar, de cuidar, de cerrar las heridas, de vigilar la parroquia no como un policía, sino como un enfermero, como un padre, a veces con el ceño fruncido. Trataba a los feligreses como si fueran de su familia. Cuando las huelgas vaciaban la despensa, se comían los ahorros y alimentaban la esperanza de que resistir es vencer, la iglesia del tobogán con su cuerpo de hormigón armado se convirtió en la casa de todos en tiempos de penuria. Era la luz de una lámpara humilde en la oscuridad, cuando la nómina no llega y hay que comprar de fiado. Practicaba el derecho de asilo contra las porras, las balas o las pelotas de goma, como si la suya fuese una iglesia de piedra del románico, cuando se negaba la entrada a la fuerza de las espadas y las lanzas.
Con la suma de años y trato con los feligreses se ganó el título popular de Padre Celestino, con mayúsculas. Si hay alguien que se merecía una mayúscula en su oficio era él. Cualquier personaje público tiene sus detractores y sus defensores, pero Celestino Bravo había cosechado una insólita unanimidad. Cuando su cuerpo sin vida derrotado por el Covid entró en la iglesia con el ataúd de madera sonó un aplauso cerrado, hermoso y unánime. Un aplauso agradecido de reconocimiento a una vida y a una autoridad moral que es casi un milagro en estos tiempos de desconfianza y descrédito ante los que mandan.
No nos engañamos, con sus virtudes y sus defectos era un cura de cabo a rabo. En la liturgia y en los ritos era recto como el palo de una escoba. En tiempo del amor libre, hippies y flores, para casar a alguien le exigía como condición obligatoria hacer un cursillo prematrimonial dónde en tiempos de condones y antibaby te enseñaban el método Ogino. No aceptaba los atajos, incluso a un sobrino que vivía en el extranjero, para casarlo le exigió cursarlo por correspondencia.
Era cristiano hasta la cepa, una cepa dónde la vid crecía distinta de lo normal. Inclinaba sus frutos, no solo a los más cristianos, sino que se combaba casi hasta el suelo hacia los más necesitados. Él parecía creer de verdad en lo que predicaba y traducirlo en hechos, pues si de los más necesitados sería el reino de los cielos, el cielo que haga lo suyo que él haría lo que le tocaba: ayudar a quien lo necesitaba fuera pobre de espíritu o de bolsillo, manso o bravo como su apellido, o perseguido por hambre y sed de justicia.
Impresionó la ceremonia de despedida, el altar con tantos oficiantes. A él seguramente le habría gustado, era disciplinado y agradecido. El papa Francisco dice que los pastores de la iglesia deben oler a oveja. Él olía a lana, parecía vivir siempre en medio del rebaño. A algunos nos hubiera gustado que en la ceremonia de despedida también se hubiera olido un poco a oveja.
En el recuerdo quedarán los aplausos, cuando los dedos y las manos de la parroquia se juntaron en una oración colectiva que parecía decir una sola palabra a la que se le entiende todo. Gracias, cura. Gracias Padre Celestino. Hasta siempre.
José Luis Atienza
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