Manolo González, que ha cumplido noventa años, batalladores pero felices, dice que no acaba de entender mis artículos escritos en catalán. Lo hace, pero le cuesta, como a muchos de su generación que llegaron a Barcelona con la musculatura joven, la mente despierta, la ilusión de comenzar de nuevo, con todas las palabras de su lengua en castellano. Yo nací en Barcelona, en el barrio chino, comencé a hablar en Hospitalet en una casa que mi padre hizo domingos a domingos. Recuerdo las cañas verdes del cielo raso y un porrón con barretina de un paleta catalán. Era la Torrassa, cerca del torrente Gornal que no olía a gloria, sino a cloaca a cielo abierto. A veces echaba humo, como las calles de Nueva York, pero en chaparrito. La primera vez que oí la palabra catalán fue a mi madre. “Ves a la tienda del catalán y que te meta el yogur en el vaso para no tener que pagar el casco.” Y el catalán me tapaba el vaso del yogur con un papel y una goma.
Llegué a Viladecans y en el colegio se hablaba en castellano, se rezaba en castellano, se cantaban las tablas en castellano y el Cara al sol en castellano. El lugar del catalán era la misa. En latín, pero el sermón en otra lengua que no entendía. Cantábamos el Rosa d’abril y leí la poesía en catalán cuando hice la comunión. Recuerdo que me reía ante cualquier palabra rara para mí. No sé por qué, pero “onclu” (que después correctamente era “oncle”) como tío, lo explicaba en casa y nos reíamos hacia esa palabra tan rara. En la construcción, el catalán silenciosamente le colaba palabras al castellano. El botijo para mí nunca fue botijo, siempre fue “canti”. Aprendíamos de oídas y la erre para mí era muda. El albañil siempre fue paleta, el ladrillo siempre fue tocho o tochana, el da lo mismo “o rai” que después fue “això rai”.
Serrat, Pau Riba, Raimon, mi primera novela en catalán “Onades sobre una roca deserta” de Terenci Moix, “La pell de Brau” de Espriu “Fes que siguin segurs els ponts del diàleg i mira de comprendre i estimar les raons i les parles diverses dels teus fills.”
Unos puentes que la política, entre unos y otros, se empeña en dinamitar. Los unos no considerando el catalán como lengua propia, y los otros tratando el castellano como lengua impropia. Tan obsesionados por la resta y los porcentajes se están olvidando de sumar lo que pueden sumar las lenguas hermanas y compartidas.
Fue un bálsamo la presentación del libro de Joan Mena en el Pau Picasso. Aquí no se emigra por crisis de identidad, por ser andaluz, ni castellano leonés, sino por ser pobre, nos une nuestra historia y nuestra geografía. La emigración habitó en barracas que hablaban en castellano.
No parlaràs mai un bon català, el título del libro, le dijo una profesora por su incapacidad de distinguir las oes abiertas y las cerradas, y él, sin saña, con este libro le da con las oes en las narices. La inmersión lingüística no va de oes sino de igualdad de oportunidades, aunque se haya convertido el debate lingüístico en una sucia tomatada como aquellas batallas entre Viladecans y Gavà en la riera de Sant Llorenç, y a veces en el cutre combate a bastonazos de un cuadro de Goya.
Joan Mena tiene una ventaja. Tiene aspecto de buena persona, piensa como una buena persona, habla como una buena persona y escribe como una buena persona, sin dejar de ser político. Vale la pena comprar su libro en el Nou Rals, porque ni el castellano es una lengua de colonos, ni el catalán una fábrica de independentismo. Es una suerte que tenemos de hablar y entendernos con dos lenguas.
José Luis Atienza
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